lunes, 17 de julio de 2017

CORONADO DE GLORIA, PROPUESTA ESTÉTICA, REFLEXIÓN ÉTICA, EJERCICIO DE LA MEMORIA.

La obra de Mariano Cossa, estrenada el 13 de julio de 2017 en el Teatro del Pueblo, ofrece varios ángulos de enfoque: como documentada biografía del Blas Parera, una polémica indagación sobre la estética musical y el arte, una clara indagación sobre “los que mandan”, y una aguda reflexión histórica.

La figura de Blas Parera, olvidada, silenciada e ignorada, ofrece en la obra de Cossa una dimensión nueva y potente. Si bien concuerda con el investigador Carlos Vega[1] en la mayoría de los datos sobre su vida en España y en América, su labor como maestro de música, director y compositor, su descripción como hombre y como artista, y su doble destierro, ofrece un matiz diferenciador fundamental en lo que se refiere a la participación en la creación del himno. Este maestro catalán, compositor culto que habría sido el autor de la Marcha Patriótica, texto de Esteban de Luca (1810), y comprobado creador de la Canción con texto de Saturnino de la Rosa (1912), del Primer Himno cuya letra era de Fray Cayetano Rodríguez (1812) y del Segundo Himno, texto de Vicente López y Planes (1813), en este último caso, a pesar de sus coincidencias con el ideario básico de la Revolución, es, según el dramaturgo Mariano Cossa, obligado, coaccionado a componer la música y no como afirma Vega que “el músico catalán se asoció con sinceridad a una empresa…” (p. 53). Este conflicto conduce directamente a otro que recorre de principio a fin el texto: cuál es el rol de la música en la sociedad, cuál la responsabilidad del artista, cuáles los alcances del arte; interrogantes que plantean desde diversos ángulos los cuatro personajes y que, con maestría y sutileza el autor traslada a los espectadores. 

Los personajes Vicente López y Planes y Dosrius, quienes representan en ese momento a “la elite dirigente” de nuestro país y de España respectivamente, revelan claramente quiénes son “los grupos que tienen poder “y cuáles son las características de las “personas que administran ese poder”[2] ; y sus acciones ejemplifican los distintos grados de dominación que son capaces de ejercer. En el caso de la Argentina, este regreso a un lejano pasado (1810-1818): “época de ilusiones y de esperanzas; época de realizaciones trascendentes” (Vega, p. 40) pero también de confusión, caos, violencia y confrontaciones sobre qué es y que implica una revolución, acerca a los receptores a un pasado reciente que todavía tiene implicancias para el presente.

La puesta en escena de Daniel Marcove subraya de modo claro lo que está en el texto y hace patente lo que se sugiere. No sólo la presencia sino la disposición de los músicos en escena (Mariano Cossa y Christian de Miguel) y el diseño de escenografía de Paula Molina con pentagramas y partituras que cubren todo el espacio escénico, sino la marca que previa al inicio del texto dramático ubica en el centro a músicos que ejecutan fragmentos del himno nacional con instrumentos de cuerda y de viento como sucediera en el pasado. El director acierta en la elección de los actores y su marcación espacial. Jorge García Marino en el rol de Dosrius (el Marqués de Castelldorrius, primer Secretario de Estado y del Despacho), tanto desde su discurso desde su sillón de magistrado o su circulación envolvente como en su permanente vigilancia silenciosa en acecho en todo momento impone en un inteligente equilibro de fuerza y sutileza la idea de lo que implica el control sobre el individuo. Juan Manuel Correa encarna Parera, encarna desde su trabajo corporal, gestual y vocal aquellas características que nos transmitieron los documentos escritos, en especial el del citado Carlos Vega: desaliñado, bohemo no muy adaptado y un poco reacio, culto, sensible, con grandes condiciones de compositor y suficientes conocimientos técnicos, ansioso de la gloria y fortuna que proporcionaba la ópera, pero sin ascendiente social. Marcelo Serré es el actor que sabe como cautivar y convencer, imaginar, crear mundos, presentar y desanudar conflictos, y que el teatro es capaz de conmover (mover colectivamente corazones y mentes) pero también es el hombre que sabe sobrevivir en tiempos peligrosos. Finalmente Miguel Sorrentino logra componer un Vicente López y Planes que tanto el autor como el director proponen con facetas ambiguas y contradictorias: joven culto, capaz de salir “del teatro con el cerebro ardiente el corazón palpitante, el pecho henchido de inspiración” -tal como lo describe su nieto Lucio V. López en La gran aldea- escribir el texto que conjuga símbolos capaces de aglutinar a diversos actores de la construcción del país, y al mismo tiempo desde su posición jerárquica coaccionar a otro artista mostrando como en nuestro país “lo político” lo empaña todo (de Imaz, 3).

Coronado de Gloria revela en Mariano Cossa, a un dramaturgo que trata lo histórico y lo biográfico sin caer ni en lo didáctico ni en el panfleto, que incentiva el juicio crítico de los receptores, que no lo subestima “bajando línea”, y que, desde lo teatral, construye un texto/partitura en el que el ritmo y el contrapunto son factores esenciales. Y permite que el director Daniel Marcove vuelva a demostrar su eficacia como lúcido lector de la obra escrita, capaz de diseñar un espacio en el que nada sobra y en el que nada falta.






[1] El Himno Nacional Argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1962.

[2] José Luis de Imaz, Los que mandan, Buenos Aires Eudeba, 1964, p. 2.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario