lunes, 20 de junio de 2016

LES LUTHIERS SON MUCHO MÁS QUE “VIEJOS HAZMERREÍRES”.


El itinerario recorrido por Les Luthiers desde su aparición en la temporada  1967 del instituto Di Tella se ha caracterizado por obtener éxitos inusuales en nuestro país y en el exterior, tanto por parte del público como de la crítica. Todos y cada uno de los espectáculos ofrecidos estuvieron acompañados de aplausos y ovaciones por parte de quienes se convirtieron en fervorosos seguidores y comentarios laudatorios publicados en diarios y revistas. En 1991,  Daniel  Samper Pizano publicó  Les Luthiers de la L a la S (Buenos  Aires, La  Flor) en el que aporta datos estadísticos, detalles de cómo trabajan, cómo elaboran sus partituras, e incluye la explicación que el sicoanalista Fernando Ulloa -estrechamente vinculado al grupo durante la gestación de cada espectáculo- ofrece para explicar cómo se crea en el público un clima casi mágico y una relación de amor. En nuestro libro[1] sobre la relación de los distintos lenguajes que operan en diferentes puestas escena analizamos  el aporte de Les Luthiers como un modelo  para mostrar  la relación entre la música y el humor.

Hoy, Viejos  Hazmerreíres,  me estimula  a reflexionar sobre cuáles son los motivos que hacen de este espectáculo una obra “perfecta”. El primero que encuentro es un difícil equilibrio entre música, palabra y cuerpo de modo que ninguno de estos medios de comunicación opacan al otro. Emplean instrumentos tradicionales (como la guitarra, el piano, la batería) con los inventados  por ellos a partir de ollas y sartenes o cocos con los que logran nuevas sonoridades. Dentro de un hilarante collage, sobresale  la “cumbia epistemológica” que compone la secuencia  “Amor a  primera vista” capaz de sacudir todas las teorías sobre la alta y la baja cultura.

La luz y el movimiento son empleados como verdaderos “complementos rítmicos”, expresión empleada por  Tomás  Navarro Tomás para referirse a los recursos expresivos relativos al orden y disposición de las palabras, y que yo aplico,  en este caso, a los paralelismos, repeticiones,  simetrías de los gestos y la disposición de los cuerpos de estos seis performers en el escenario. Paralelamente, la palabra alcanza un lugar protagónico con la combinación de formas lexicalizadas  con las figuras retóricas (aliteraciones, rimas, juegos onomatopéyicos que imitan una lengua determinada, paradojas, juego de palabras, ironía), y opera simultáneamente “en lo racional y en lo emocional, en lo consciente y en lo inconsciente, en la evocación y en la fantasía”[2]  Y, sobre todo un minucioso trabajo sobre las posibilidades de la parodia, tal el caso de la secuencia “Las majas del  Bergantín” donde lo lúdico se sustenta en la versión escénica del género zarzuela, o  la que se titula “Así hablaba Sali Baba” (subtitulada “verdades hindudables”), en el que un tema “noble” se combina con un estilo vulgar, y sobre todo, la transposición de la emisión radial (“Radio Tertulia”) que está presente a lo largo del espectáculo teatral.

Otro de los aspectos  que hacen a la perfección antes mencionada es el dominio vocal: perfecta dicción, manejo de los diferentes registros y estilos. Cuerpos y voces, textos de las más variadas procedencia  interactúan transformando la escena y movilizando sensorial y emocionalmente al espectador,  al tiempo que proponen una “poética del espacio” basada en el proceso de integración del actor y el personaje  que amplia, distorsiona o parodia  conductas sociales e individuales (el funcionario corrupto, el locutor de falso bagaje enciclopédico, el hombre común que evoca la juventud). Jamás sobreactúan  o se reiteran.

Pero hay algo que me resulta inexplicable e imposible de teorizar: cuál  es el misterio o el secreto por el que  mágicamente, trabajando en  enormes  teatros que albergan  a miles de espectadores (el  Coliseo o el Gran Rex, son ejemplo de ello) Les Luthiers logran crear un ámbito de comunicación íntimo, de cercanía física, de complicidad personal como si uno estuviera en aquellos limitados espacios del café concert. Con sus voces diseñan un ámbito común entre escenario y platea,  y  el espectador queda capturado en un único y mismo territorio.

Sobre el talento de  Carlos  López Puccio, Jorge  Maronna, Marcos Mundstock, Carlos  Núñez  Cortés y Horacio Tato Turano, ya se ha expedido la crítica especializada. Me interesa finalizar este comentario con una referencia a Martín O´Connor, quien recientemente incorporado al grupo  aporta una voz deslumbrante y potente como cantante, y un personal estilo de actuación que irradia simpatía  y genera complicidad con el espectador. Mérito propio, pero también del resto de los integrantes del grupo es que aparece  integrado perfectamente a Les Luthiers y  todos ellos hacen de  Viejos hazmerreíres un espectáculo de antología.





[1] Beatriz Trastoy y Perla  Zayas de Lima, Los lenguajes no verbales en el teatro argentino ( Universidad de  Buenos  Aires, 1997)
[2] Op.cit., p. 173.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario